El tren


Enero, es invierno en Europa. Siento mucho frío. Son horas que estoy aquí, en la Estación de los trenes de Latina. Lo peor, no sé cómo llegué hasta este lugar, creí haberme embarcado en el tren que me llevaría de regreso a Anzio, a la casa donde vivo con mi mamá y mi hermanita..., pero... ¡debo llegar a Roma!, estoy seguro que allá están las dos, esperándome. ¿Cómo hago? ¿A quién pregunto para que me oriente? ¿Hablará alguien castellano en este lugar? Yo no he aprendido aún el italiano, son apenas dos meses que estoy en este país; además, tengo miedo de preguntar, mucho miedo, y no sé por qué. Y los trenes no pasan en ninguno de los sentidos, y yo debo tomar el que me regrese a Roma.
-¡Qué frío que hace!, ya debe ser madrugada, si no me muevo me congelaré-son mis pensamientos. Por el costado de los rieles veo un sendero y decido dar una caminata.
Camino. Las luces de la estación me alumbran hasta cierto tramo, luego me detengo para acostumbrar mi vista a la casi oscuridad, pero... ¡siento el rumor de la vibración de los rieles! y siento un pitido que penetra en el silencio y en la oscuridad de la zona.
-¡Es un tren que viene hacia acá, hacia mí!, ¡por fín!, debo hacer señas para que se detenga-son otra vez mis pensamientos. Hago señas: Salto, agito con fuerza las manos y grito "¡Detente, detente!; ¿vas para Roma?". El tren se detiene a escasos centímetros de mis pies.
"Si muchacho, sube", me dice el maquinista, un tipo bonachón, alto y barbón. Lo mejor de todo es que habla español. Yo me quedo un tanto anodadado, no esperaba una acogida así.
"¡Sube, sube, allí te vas a congelar!", me repite. Yo subo.
El tren por dentro está iluminado con unas luces que me parecen fosforescentes, y todos los tripulantes y pasajeros parecen estar impregnados con aquella luz. De improviso he perdido todos mis miedos, pero estoy todavía en la puerta, un tanto indeciso. "¡Pasa muchacho, pasa!", me gritan en coro desde el interior. "¡Siéntate aquí!", me invita a su costado una señora de ojos muy negros; yo dudo. "¡O aquí!", es la voz angelical de (debe ser una turista), de cabellos rizados, color oro. Me siento junto a ella, hacia la ventana. La miro, me sonríe; yo le devuelvo la sonrisa. "¿Cuánto tiempo se demora el tren hasta Roma?", pregunto. "Muy poco, casi nada", me responde la 'turista' de cabellos de oro. Me percato que hablo sin temor, han desaparecido todos mis miedos, soy otro, me invade una extraña, pero placentera sensación de paz y de libertad, como si de pronto me hubiese desembarazado de un gran peso.
-¡Esto es como un milagro! ¡Y todos hablan castellano, qué fortuna!-son mis pensamientos de nuevo. Veo personas en los pasillos.
"Repartimos, repartimos, todos a sus asientos", es la voz del maquinista que asomado a la puerta de nuestro compartimiento nos invita a sentarnos. Y el tren parte, puedo oir el chiki-chak de sus potentes ruedas metálicas, y de nuevo el pitido largo y penetrante. Dentro se respira calor humano, aquello que buscaba y no lo había encontrado; en este tren todos me parecen buenas personas, desde el maquinista, tripulación y pasajeros, ¡qué suerte!
-¿Y mi mamá y mi hermanita?-esta vez es mi memoria que las reclama. Me tranquilizo diciéndome que dentro de poquísimo las encontraré en Roma, y las abrazaré, y ellas me abrazarán.
El tren está ya en movimiento y no puedo resistir a la curiosidad de mirar hacia atrás. Saco mi cabeza por la ventanilla, el viento mece con fuerza mis cabellos, pero -extrañamente- no es un viento frío. ¡Y hay luz, todo está iluminado!. Allá donde se detuvo mi tren veo que está detenido otro. Veo gente que corre, algunos se cubren los rostros, otros dan gritos de desesperación. Veo también un cuerpo por tierra, caído; veo manchas de sangre entre los rieles, pero... ¡ese cuerpo!... ¡ese cuerpo es mío! La escena es dramática, debe haber ocurrido un accidente, pero no..., no puedo ser yo. Me paso las manos por mis cabellos mecidos fuertemente por el viento, me toco la cara, suavemente me palpo los hombros, pecho, y llego hasta mis piernas.
-No, no soy yo; yo estoy aquí, rumbo a Roma-pienso. Tomo asiento de nuevo. Los pasajeros en rededor me sonríen con afabilidad. Me despreocupo.
Desde la ventanilla del tren puedo ver las campiñas y los prados verdes, paisajes de ensueño, hermosísimos. Este compartimiento del tren es muy confortable, debo estar seguramente en Primera Clase. Es como si estuviese yendo en avión, ya no siento las vibraciones ni rumores que producen las ruedas en contacto con los rieles.
Escucho un nuevo pitido largo y penetrante, seguramente estamos llegando a otra estación. Si, es otra estación, pero...¡esa señora es mi mamá... y está llorando!...
-¡mamá, mamá,... estoy aquí... mamaaá!-grito, pero no me escucha. Seguramente llora por mí, cree que ya no me verá más, pero yo voy a Roma, la esperaré allá.
El tren continúa su marcha...


Nota del autor: La vida de los peruanos que vivimos en el extranjero, en muchos casos, también está teñida de experiencias sumamente dolorosas como el que tocó vivir a la familia del suscrito. El 15 de Enero del 2003, en las cercanías de la Estación de trenes de Latina, ciudad a aproximadamente una hora de Roma, exactamente 6 años atrás, fallecía mi hijo, entonces de 26 marzos, en un accidente ferroviario que hasta la fecha no se ha logrado esclarecer. Sus cenizas están guardadas en el cementerio general de aquella localidad.Las autoridades pertinentes han dicho que nos lo permitirán llevárnoslo cuando dejemos definitivamente estas tierras. Cuando eso suceda, una parte de sus cenizas la esparciremos en el mar que tanto le gustaba en los veranos costeros de nuestra patria, otra porción se la daremos al viento posmeridiano de la ciudad que lo vió nacer: Huánuco, y una última porción quedará con nosotros (en casa), para ser venerado en el tiempo hasta el final de mis generaciones.
He agradecido oportunamente a todas las personas peruanas, italianas y de otras nacionalidades que se solidarizaron con nuestro dolor en aquel entonces, y aún hoy les renuevo mis agradecimientos a nombre de toda mi familia. El tiempo ha pasado, pero el vacío que dejó mi hijo está allí, y el dolor de su ausencia no lo hemos podido superar todavía. Ruego siempre porque su ánima tenga un sitio de privilegio allá en lo alto, en el cielo. Sé que está allá.
El relato en primera persona es el fruto de mi imaginación de padre, en un vano esfuerzo por 'conocer' (fue imposible desde el inicio de las investigaciones, a estas alturas lo es más aún) las últimas horas de vida de mi hijo QEPD y QDDG.

Commenti

EL.ESKRIBIDOR ha detto…
¡Se me sigue, encogiendo la barriga!

Los puñeteros sistemas piramidales, que en este mundo rigen, impiden en muchas ocasiones, que se conozca la verdad de las cosas. Nadie esta dispuesto a asumir responsabilidades, cuanto mas alejado de la base esta, menos dispuesto a hacerlo, el egoísta miedo que las personas sentimos a que pueda salpicarnos un ápice de culpa, hace que hagamos dejación de nuestra compromiso como seres humanos, asta el punto de mirar indiferente, como ante nosotros pasa sin hacer nada, el rió del olvido. No valoramos en lo más mínimo el consuelo que para las partes implicadas, supondría el conocimiento, y reconocimiento, de la exactitud de los hechos. Me reitero, se me sigue encogiendo la barriga.

Paz y Libertad amigo, Paz y Libertad.
PatAmarilla ha detto…
Es, efectivamente, culpa del sistema que rige por estos lares, pero me parece que no difiere demasiado de los sistemas que rigen en otros paises. He... no, mejor no sigo.
Eskribidor, un apretón de manos y gracias por tu visita a mi blog. También he entrado al tuyo, eres un 'escribidor' muy abundante (no sé si cabe el término), debo aún leer varias de tus entradas. Espera mis comentarios.
Gracias de nuevo. Un abrazo.

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