Encuentro ¿casual? con el diablo.

Este es un cuento de mi abuela. Para mí es tal, pero ella, cada vez que nos lo refería, ponía la voz grave y hasta se persignaba  en los pasajes más dramáticos de su relato. Y decía que era cierto. Le faltaba poco para jurar.
En la sierra de mi país. Quiero decir, en la sierra del Perú entero, las familias pudientes viven en la ciudad y sus rebaños son pastados en las alturas (puna) por gente de su entera confianza, mayormente parientes pobres, los que necesariamente viven en esas frías regiones junto con los animales.
Cada cierto tiempo los patrones visitan las alturas, bien llevando provisiones para los pastores o para hacer un control de las actividades de los mismos. Para los efectos, preparan con anticipación una buena dotación de todo lo que será menester durante el tiempo que deberán permanecer allá. Ellos sí (los patrones), cuando decidían ir a la puna, iban bien pertrechados, aprovisionados adecuadamente; lo que precisamente hacían mis abuelos aquel jueves, en aquel remoto entonces.
Destino, omisión u olvido (o quizás los tres factores juntos) hizo que olvidaran la sal, aquel condimento esencial; más aún en aquellas alturas donde la sal es el único saborizante de las comidas. Lo es también el ají, pero ni el ají tiene sabor sin la sal. En aquellas serranías es así y, por ello, al escribir estos renglones, pienso ¿cómo mucha gente, muchos de mis compatriotas que pueblan aquellos olvidados rincones del Perú profundo, pueden conformarse con tan poco? Más que a los patrones, me refiero a tantos humildes servidores y gente pobre que, desconozco, ¿por qué se empecinan en poblar aquellas heladas cimas?
Llegados a la puna y percatados del faltante, mi abuelo decidió regresar a la ciudad a por el preciado condimento. Lo hizo al día siguiente muy temprano. Ensilló su caballo y partió, cuesta abajo, rumbo a Llata.
Todo hace pensar -lo digo yo- que, llegado a Llata, mi abuelo olvidó a qué diantres había bajado. El caso es que alargó su estadía en la ciudad por más del tiempo debido.
La tarde estaba llegando a su fin y pronto sería noche. El cielo anunciaba tormenta, pues se escuchaban, lejanos, el retumbo de los truenos. Recién cuando el tendero se aprestaba a cerrar sus puertas y dar por terminado la atención a los clientes de aquel día, mi abuelo recordó a lo que había bajado. Se aseguró, eso sí, de estar llevando la sal y salió. Su caballo estaba ensillado, el pobre bruto no había probado pasto en todo el día. Amarrado a un palo había esperado con la paciencia propia de los caballos (¿son pacientes estos cuadrúpedos?) a que su patrón optara por el retorno a casa.
No hay que ser demasiado imaginativos para adivinar que mi abuelo estaba ebrio. La tormenta 'flagelaba' la agreste geografía de la zona, alguien le aconsejó posponer su retorno para la mañana siguiente, pero él se negó. Así, aprovechando un pequeño cese de la lluvia, montó sobre su hambriento Rocinante y partió raudo. El viento continuaba, pero no le importó.
La noche con su oscuro poncho lo cubría todo. Solo los rayos lejanos iluminaban por escasos segundos aquellos solitarios y fríos parajes. Era suficiente para seguir cabalgando.
De pronto, como si la naturaleza entera callara, todo quedó sumido en el más absoluto silencio. Mi abuelo detuvo su caballo para 'auscultar' el extraño fenómeno. Sintió relinchos de bestia que venían del lado opuesto de su ruta. ¿Quién podría estar bajando a aquellas horas y con aquel tiempo por aquel angosto camino que era casi exclusivamente suyo?.
Era ya evidente que los dos jinetes se encontrarían. El caballo de mi abuelo acrecentaba su nerviosismo a medida que se avecinaban los ruídos de pisadas y relinchos del lado opuesto.
De un momento a otro, por un recodo, apareció una potente yegua cabalgada por alguien muy fuerte y rudo, emponchado y con una especie de capucha que le cubría por entero la cabeza. En la oscuridad la figura de la yegua y de su extraño jinete parecían cubiertos de una -también extraña- fosforescencia. En aquellos precisos momentos un rayo lejano iluminaba aquel cuadro. Mi abuelo que se había bajado de su caballo para controlarlo mejor, pudo ver solo dos ojos brillantes en el vacío interior de la capucha. Invisibles manos sujetaban las riendas de la yegua. Todo era negro en el atuendo del jinete, pero pudo ver el brillo de las espuelas en la calzadura del mismo. ¡Jesús!¡Jesús!¡Jesús!, tres veces, gritó mi abuelo haciendo esfuerzos sobrehumanos para sujetar a su caballo que casi enloquecía con relinchos y brincos.
Inmediatamente después, como si la naturaleza hubiese recuperado sus ímpetus, recomenzaron los truenos e inició a arreciar el viento seguido de fuerte aguacero. El extraño jinete había desaparecido como por arte de magia y en lugar de la yegua quedaba ¡una mujer completamente desnuda! que yacía por tierra, temblorosa y gimiente. ¿Qué habría hecho cualquier común mortal en aquellas circunstancias? Con mucha certeza digo que yo habría puesto la mayor distancia posible en el menor tiempo posible de aquellas espeluznantes apariciones, pero mi abuelo no hizo eso. Envolvió con su poncho, la montó sobre su caballo y llevó a casa a la desconocida. Allá esperaba mi abuela. Puesta al tanto de todo por su marido, regaló ropas y dió cobijas y comida a la mujer por dos días durante los cuales se puso al tanto de "la verdadera historia de aquella pobre pecadora", sus palabras. La tal tenía por amante a un cura y las noches de los viernes de plenilunio tomaba la forma de una yegua y era cabalgada por ¡don diablo en persona!.
Decía mi abuela que sobre los flancos (caderas) de aquella mujer eran visibles las huellas de las espuelas del maligno.Hasta aquí su versión.
No desde siempre, sino desde cuando inicié a tener sentido crítico, he dudado de la veracidad del relato e imaginado los hechos tal como pueden haber sucedido, pero me los guardo. También el lector es libre de imaginar y hacer suposiciones, pues vivimos en democracia.
Nota: Foto de caballo tomado de www.taringa.net

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