Una lección 'de fuego'.

"El golpe enseña" quise titular a esta entrada, pero luego decidí lo que se lee en el encabezamiento, debido a que la experiencia -mi experiencia-, tiene directamente que ver propiamente con el fuego, la candela, esa cosa de mucha utilidad en nuestras vidas, pero que quema y puede hacer mucho daño, y porque realmente de aquella experiencia aprendí.
El descubrimiento del fuego fue una gran bendición para nuestros primitivos antepasados hombres de las cavernas (léase bien de las cavernas, no de las tabernas, pues estos últimos son otros que no tienen nada que ver con aquellos). Gracias a ese calor vital de la candela, hoy por hoy, gozamos de todos los privilegios que la culinaria nos brinda en diversidad de viandas y platos, sofisticados o no, de las diversas cocinas del mundo.
Pero el fuego no solo nos brinda eso. También nos da luz, calor y hasta frío si queremos, pero esos son asuntos de ingeniería que prefiero no abordar, más por desconocimiento que por falta de ganas.
Los niños imitan todo lo que ven. Mi hermano mayor y yo éramos niños entonces e imitábamos seguramente a algún fumador callejero, pues en casa nadie fumaba. Mi padre no lo hacía, mi madre menos.
La iniciativa partió de él, de mi hermano, pues -ahora que lo pienso- yo he carecido de iniciativas, desde siempre.
-A ver, ¡quién fuma más cigarros!, ¡yo te gano!
-¡No, yo te gano!.
El día estaba llegando a su fin, la penumbra comenzaba a invadir el interior de la casa. La energía eléctrica era desconocida en aquella localidad (Pachas, ubicado en las alturas de Huánuco, cerca a La Unión), por ello encendimos el mechero (lámpara a kerosene), un artefacto muy común en aquellos tiempos, usado hasta hoy en muchos pueblos andinos, alejados y pobres, del Perú milenario.
Comenzamos rompiendo pequeñas hojas de las libretas de apuntes de mi padre. Eran pequeños envoltorios que semejaban verdaderamente cigarros. Los encendíamos en la llama del mechero, pero se apagaban pronto, creo por lo estrecho de la manufactura y escasa longitud del mismo, pero la cosa muy pronto degeneraría.
La idea que en toda competición debe haber siempre un ganador creo que está impresa en nuestros genes desde nuestros más remotos antepasados. Otra cosa aún: Cuando aceptamos un reto, lo hacemos con la certeza  de vencer o cuando nuestras probabilidades son óptimas; si no es así lo rechazamos.
Así, seguramente con este criterio último, comencé a romper hojas de cuadernos. Nadie asistía aún a la escuela entre nosotros, pues no teníamos edad para ello, eso me hace pensar que aquellos cuadernos eran también de los que usaba mi padre, qué sé yo para cuales apuntes.
"¡No jueguen con la candela, se van a quemar...!", nos intimaba mi madre sentada unos metros más allá frente a la puerta abierta, cardando lana, aprovechando las últimas luces de la tarde.
No hicimos caso. Quitándome de las manos el cuaderno, también mi hermano comenzó a romper hojas y a preparar sus 'cigarros'. Las encendíamos y, naturalmente, dado el mayor tamaño, éstas prendían fuego y duraban más. Nosotros hacíamos ademanes de fumar y cuando la llama se acercaba a nuestras manos, soltábamos los 'cigarros' y los apagábamos a golpe de zapateo sobre ellos.
Se dice que el diablo nunca duerme y, creo que aquella tarde menos todavía, visto que ni siquiera estábamos en horario para ir bajo las frazadas.
Yo tenía todas las ganas de ganar aquel reto. Tenía que haber sido así y por ello mis pequeños ojos, inquietos, iniciaron a 'barrer' la habitación contigua y... ¡ he allí lo que buscaba!, ¡una enorme ruma de periódicos pasados! Mi hermano se ocupaba solo de encender la mayor cantidad de 'cigarros', era su forma de ganar. En cambio mi visión era otra: Yo buscaba 'fabricar y fumar' el cigarro más grande. Un poco haciéndome el tontito (¿más de lo que ya era?), cogí los periódicos y comencé a doblarlos. Me resultaron como enormes cornetas. No importaba, bastaba que fueran grandes. Para entonces mi hermano ya se había percatado de mis movimientos y 'peleamos' (es un decir) por la posesión de los periódicos. De todos modos fui el primero en encender uno de aquellos 'cigarrones' que produjeron una gran llama.
Se levantó mi madre y, a la par que decía "¡Dejen de jugar con la candela!", amenazó con buscar el ronzal*, cosa que nos hizo estar quietos por unos momentos. Luego salió al patio y, pienso que demoró un tanto echando la cebada a los puercos. Tiempo suficiente para reiniciar con 'la fumadera'. Esta vez descubrí un tacho grande que contenía petróleo e inicié a mojar en él los cigarrones. Definitivamente, yo tenía que vencer aquel reto. Pero mi rival, mi hermano, no se daría por vencido tan fácilmente, pues siguió mi ejemplo y entre los dos estábamos en una especie de éxtasis, encendiendo y apagando aquellos enormes trozos de papel y, no sé en qué habría terminado todo si mi madre no retornaba en aquel momento.
Aquel retorno inesperado creó confusión entre 'los fumadores', pero más en mí. Pienso que la irresponsable operación de mojar los periódicos en el petróleo y hacer aquel ademán estúpido de 'fumar', había en cualquier modo impregnado mi rostro con aquel combustible y, aquella confusión causada por la repentina aparición de mi madre, fue fatal.
De pronto sentí que la llama del cigarrón en mis manos saltaba a mi rostro que ¡flam! se encendió. Mis manos 'corrieron' en mi propio auxilio, pero ¡también comenzaron a arder!. Vi que mi madre daba un salto, cogía una frazada y me cubría... No recuerdo si lloré, solo que quedé en tinieblas bajo la frazada. Para aquel momento, también la  noche había cubierto Pachas con una gigantesca frazada negra, dejándola en tinieblas.
Mis manos no guardan huellas, mi rostro sí. Casi en la comisura de mis labios hay cicatrices, hoy ya casi 'invisibles' por el tiempo. O puede ser que me he acostumbrado tanto a ellas que 'ya no las veo', casi.
No sé si vencí el reto, pero aprendí una lección: No jugar jamás con fuego.
(*)Ronzal = látigo o azote, muy usado para azuzar la cabalgadura. Mis padres lo tenían en casa, creo como instrumento de intimidación o amedrentamiento jamás revelado formalmente, y nunca usado en ninguno de nosotros.

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